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Salsas muy mexicanas.

Ah, la salsa macha. No el plato fuerte, claro que no, pero sí la complicidad en el bocado, el giro inesperado en el destino de la tortilla o el huevo revuelto. Ese aceite, cobijo de chiles secos (los que sean, mientras piquen y ofrezcan textura, que bien pueden ser árbol, guajillo, hasta pasilla, según la geografía del antojo) y de la democracia de las semillas o los cacahuates que crujen como el eco de un paisaje olvidado, es la prueba de que lo esencial reside a menudo en lo secundario. Es el revolcadero bendito que no avasalla pero insinúa, que no grita su picor sino que lo susurra con la persistencia del sismo, el detalle que eleva lo cotidiano a categoría de suceso paladar adentro. La salsa macha: la mexicanidad resiliente en frasco, el plus que lo cambia todo sin pedir permiso.

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